martes, 14 de agosto de 2007

Batalla

La guerra ya comenzó. Estoy tan angustiado que no consigo despertarme de este sueño en el que podría por primera vez ser un héroe o convencerme para siempre de que mi tumba no llevará epitafio. Oigo cañones, susurros de mi padre y la voz templada que me anuncia el inicio de la batalla decisiva. Cada soldado se despierta como todos los días: un beso resignado para la esposa, el alimento condimentado con rabia e impotencia, una cápsula de conformismo y esas ganas de matar con las que nacen quienes viven esta pelea sin fin para ganar terreno en su propia alma.

Mi mujer restriega frenética el cepillo en el uniforme, yo espero por esa prenda que visto a diario para que las lanzas encuentren pronto cada arteria. La diana sonó, pero mis tímpanos se reventaron de palabras una noche en la que me di latigazos con la lengua. Con paciencia me dispongo a comenzar de nuevo la rutina de este cuartel que es mi vida, mi casa, mi santuario nocturno. Ya todos salieron y la tierra vibra en mi taza de té, mientras el ejército camina hacia un pantano del tamaño de un continente.

Calzo mi botas negras y roídas, y como siempre el uniforme me resulta un poco menos pesado porque cada disparo es una condecoración que me arrancan, un honor menos para la familia. Solo, tomo el autobús hacia el campo de batalla, pero está vacío, los demás salieron antes. Soy el comandante de mi pelotón de soldados de plomo, que van marchando en formación de bolsillo, y la imagen del santo que siempre llevo en la cartera prepara la artillería pesada.

Mis ojos son una represa de lágrimas y sudor, con fisuras que me van dejando ciego, pero me apresuro a encontrar mi unidad de combate. Quiero terminar de una vez por todas con este día y con esta noche, porque en esta guerra no son posibles los acuerdos de paz. Se alimenta de los errores, de la muerte diaria a la que me someto cada vez que cuestiono mi existencia sin poder dejar de vivirla. Hay caballos, barcos, camellos, tanques, helicópteros, globos aerostáticos y mucha morfina. Un niño me dice, en cámara lenta, cuál será nuestro próximo blanco, pero ni su arma ni su uniforme son iguales a los míos. Ahora comprendo que llegué tarde a la batalla y vestido de enemigo.

K.